16.12.07

Pestañazos al mundo de reojo

No sé qué pasó. Titubee. Miré a los lados como si estuviera por cruzar la calle. Me asomé a la lejanía y tocí.
"Escribir sin ser leido es tan traumático como amar sin ser amado" dice el margen izquierdo de la hoja que miro serio, como profesor en examen final, y dudando esquivo de mi rango visual.
Las palabras, muchas o pocas, deben ser sentidas. Y no sólo eso. También deben tener sentido.
Es que sostengo mi cuaderno vivo (ese que en este momento me acompaña a todas partes, pués es mi envase; ese recipiente apto para mis palabras) y me pregunto qué hacer.
Las novelas, por si algún distraido no lo sabe, redundan. Porque con el complejo arte de la redundancia se construyen los mensajes más hermosos y sutiles de la existencia.
Y entonces... ¿por qué me odio por hacer esto?
Estoy otra vez en esa cúspide de lamento/amor. Es incierto preocuparse por quién me romperá el corazón ahora... El destino y el tiempo me han enseñado que esa pregunta siempre tiene una respuesta sorpresiva y sorprendente.
Las palabras, decía... Las palabras y su poder.
Me encuentro ante la cúspide de nuevo y tengo que decidir... ¿Escribo otra novela o no? ¿Eclipso los pétalos sucios de esta estúpida margarita que es la vida o no? Es que redundar a veces se siente como un loop extrafalario. Y yo quería empezar de nuevo. Yo quería nacer de nuevo o algo así.
Otro Enter. Más palabras. El esfuerzo no se nota y yo otra vez me detengo a quejarme de mi vida.
Una obra es lo que es porque se defiende. Un destello es mencionable por su intensidad. La maravillosa vida del heroe anónimo es imperfecta. Alguien me tiene que leer. Sino, muero.

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